miércoles, 8 de diciembre de 2010
Lady Gaga, rara y orgullosa
Acabó el concierto, la noche fundió a negro con el estruendo de «Bad Romance» y quedó claro que a Lady Gaga se le puede pedir cualquier cosa menos mesura. Ni siquiera la comparación con Madonna parece tener sentido tras dos extenuantes horas de idas y venidas por los alrededores del pop, media docena de cambios de vestuario, números de baile ejecutados con pericia marcial, pianos en llamas, sangre artificial e incluso un número de lucha libre en el que Lady Gaga se las tuvo que ver con una especie de pulpo mutante durante «Paparazzi».
Ni que decir tiene que ganó Lady Gaga conjugando una vez más un verbo que ella misma se ha encargado de llevar hasta sus últimas consecuencias. Porque la neoyorquina no solo sale victoriosa de encuentros con extraños cefalópodos, sino que en los últimos meses se ha adueñado del pop a costa de ganar fama, premios y, faltaría más, público. Anoche, sin ir más lejos, el Palau Sant Jordi se quedó pequeño para acoger el estreno en tierras españolas de la nueva diva del exceso y la polémica. Y aunque la polémica de la neoyorquina es más bien soportable, el exceso fue anoche el mantra que se adueñó del Sant Jordi desde que la lona que ocultaba el escenario dejó entrever la silueta de Lady Gaga mientras sonaba «Dance In The Dark».
A partir de ahí y tirando del hilo del dance-pop trotón, cada movimiento buscaba ser un golpe en el maxilar del público: un viejo Rolls Royce verde ambientando «Glitter & Grease», Lady Gaga tocando un teclado oculto en el capó del coche en «Just Dance», una docena de bailarines y cantantes guardándole las espaldas, coreografía milimétricas… Y por encima de todo, una hiperactiva Lady Gaga que lo mismo se apoderaba de la pasarela que separaba el escenario del público en «Beautiful, Dirty, Rich» que aparecía vestida con túnica roja y hombreras puntiagudas dispuesta a maltratar una suerte de guitarra-teclado en «The Fame» y, a renglón seguido, encandilar a sus «pequeños monstruos» —el público, ni más ni menos—.
Ópera electro-pop
La propia artista definió su espectáculo, agárrense, como la primera ópera electro-pop del mundo, y aunque algo de opereta bizarra sí que tiene, lo cierto es que este «Monster Ball Tour» viene a ser la sublimación de espectáculo de masas a partir de musculosos retales de dance-pop y un sinfín de rarezas remezcladas y divididas en cinco actos. «Vosotros me habéis hecho valiente», le dijo al público poco después de aparecer sobre el escenario disfrazada de monja para interpretar «LoveGame». Acto seguido, volvió a sacar pecho luciendo su condición de bicho raro, arengó a las masas con un discurso de superación y autoayuda, se sacudió «Boys Boys Boys» de encima y reapareció festiva y neogótica para comandar «Honey Money». Y todo en apenas tres movimientos.
A la altura de «Monster», el Sant Jordi ya había visto una ¿improvisada? lluvia de globos rosas, un pase de lencería en la bombástica «Telephone», un piano en llamas en «Spechless», el estreno de una canción de su próximo disco —«You And I», baladón de tintes soul con el que Lady Gaga acabó pateando el piano— y una ascensión a los cielos nada metafórica en «So Happy I Could Die», pero las mejores cartas de la baraja aún estaban por llegar. Así, con el escenario convertido en un fantasmagórico bosque, la neoyorquina se reservó para el final un ful de hits pegajosos —«Alejandro», «Poker Face», «Paparazzi» y «Bad Romance»— y echó el cierre a una impactante actuación que, bien pensado, vino a ser como un remake en clave superproducción hollywodiense de «The Rocky Horror Picture Show»; una versión chillona y bañada en purpurina de «Freaks» con la que Stefani Joanne Angelina Germanota exhibe con orgullo sus rarezas.
Fuente: ABC
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